Ipsis
Ve un punto Rojo
El Presente
No pudo terminar de ver
toda la grabación. Y aunque hubiera tenido tiempo (Darril despertaba tarde los
domingos) no quería ver toda la puta grabación. Cada frase de ese hombre le
provocaba un salto estomacal que amenazaba con hacerla vomitar. Había visto
antes esa mirada, esos gestos de ansiedad, la palidez, la picadura de huevos
que provoca haber sido testigo de algo demasiado fuera de lo común. Algo que
desafía todas las piezas de nuestra normalidad. Las hace temblar y sacudirse.
Cuando caen nos deja desnudos ante una nueva y sombría realidad.
Ipsis, cuyo nombre
había dejado de ser tal hace más de cien años presiono el botón de Stop. El
casete se detuvo y la grabadora chilló. En medio de la oscuridad de su sala de
estar tomó sus piernas entre sus brazos y apretó fuerte los dientes. Agotada se
echó en el sillón y aun descalza cayó en un sueño perturbador.
***
Fui
a lo de mi vieja. Supuse que tenías muchas ganas de venir, pero no pude
despertarte. Vengo a la noche, besos.
Ipsis no necesito un
traductor para la ironía. Aunque en los últimos años había llegado a tolerar a
muchos humanos su suegra era la excepción. Darril había intentado lograr algún
tipo de avances en su relación. Nunca pensó que siendo lo que era, una Dracida
de la Orden de Dalstein nacida hace más de mil quinientos años llegaría el día
en que haría cosas como quejarse de su suegra y lavar los platos un domingo.
Pero este era el
futuro. El futuro en el que siempre pensaba cuando era joven. Y a decir verdad
no era tan malo. Estaba oficialmente retirada hace años, es decir desde que
conoció a Darril en un bar de Blondres. Cuando se le acercó para chamullarla se
percató que bien podría hacer a un lado su vida anterior. Eran los 90s y la
gente como ella había dejado de serle útil a este mundo mucho tiempo atrás.
Quizás en algún momento previo a la revolución industrial y el periodo de los
Imperialismos coloniales. O aun mucho antes.
Sola en casa hasta la
noche, la Dracida decidió que no miraría lo que quedaba de la cinta. No le
importaba lo que quisiera Liavenna Enarmarr. Si quería que moviera el culo
rápidamente hubiera sido más explícita o bien volvería a contactarla. Tenía la
sensación de que había logrado cierta tranquilidad en los últimos años y no
quería perderla. Quería ser Mina Whiddens, Bibliotecaria del centro de Estudios
Kings Valley. Aburrida como un clavo, frígida como una heladera y malhumorada
como una vieja que cojea.
Y aunque parezca
extraño había hecho algunos sacrificios en su vida para ganarse eso. Como decía
Derek: “El Paraíso de los Dracidas es el
infierno del hombre moderno. Cambiaría cualquier cosa por trabajar en Mc Dowals
y que mis únicos problemas sean las paritarias y donde conseguir chupi después
de las diez de la noche”
Derek… ¿Fue entonces
que lo conoció? ¿Después del asunto de Khadar? Mientras acomodaba la mesada intentaba recordar su
rostro. No había pasado tanto tiempo, de hecho se habían visto hace al menos
tres o cuatro años en el sur. Él fue una de las cosas que tuvo que dejar a un
lado para adquirir una rutina normal. Al recordar sus ojos verdes mirándola al
otro lado de una cerveza negra y un cenicero sintió una punzada en las tripas.
Todavía le dolía.
Alguien llamó a la
puerta. Dos golpecitos bien educados, lo típico y esperable en los suburbios
clase media alta de The Kings Valley. Ipsis se secó las manos con el repasador
y con gesto cansino fue hacia la puerta. Los testigos de Jehová nunca se
rendían con ella. A menudo los escuchaba recitar algo de la Biblia parada en el
marco de la puerta. Sabía lo feo que era tener un mensaje que nadie quiere
escuchar. Y aunque su verdadera intención era lograr que dejaran de tocar el
timbre, siempre volvían. “Una dosis más
de Dios y ya” solía decirle a ese joven latino. Pero cuando abrió la puerta
halló al cura que había visto antes en Video
Lanzadera. Los testigos debían haber pasado el chivatazo de que había alguien
en el barrio que aun tenía tiempo para Dios.
***
En ese rostro pálido y
algo enfermizo se dibujo una sonrisa mecánica. Mostro sus dientes como si
quisiera impresionar a un dentista. – Buenos días señora. – Dijo el padre. Sus
ojos oscuros parecían falsos, su mirada era vacía.
-
–Buenos días padre. ¿En qué puedo
ayudarlo?
- –¿Lindo día he?- Dijo el Padre señalando
el cielo. En efecto era una mañana calurosa y de sol radiante.
- –
Sí.
- –Desafortunadamente para mí. – Siguió el
padre risueño. Con esos gestos que se anticipaban una fracción de segundo
antes.
-
–¿Cómo?
-
–Soy Helleniano y allá no hace tanto
calor como acá. Salí abrigado y estuve todo el día en la nueva capilla,
calurosa como un horno de barro. ¿Le molesta si le pido un poco de agua? Tengo
la garganta más seca que el desierto Salefiano.
El padre puso ambas
manos en su espalda y volvió a dibujar esa sonrisa estúpida en su rostro. Ipsis
tuvo la sensación de que si se fuera de su casa y volviera dentro de nueve
horas el hombre seguiría allí con la misma ridícula expresión. Pero a pesar de
su desconfianza natural…oiga Era un cura pidiendo un vaso de agua. Ella había
visto especímenes un tanto más aterradores en los que se podía confiar.
-
–Sí como no Padre. Deme un segundo…
Ipsis entró a su casa y
fue a la cocina, pero con sus sentidos más atentos que de costumbre. Escuchó
que el hombre ingresaba a la casa. Sus pasos se detuvieron en algún punto del
living.
La Dracida abrió la
heladera y sacó la jarra de agua mineral. Luego buscó en el seca platos un vaso
recién lavado. – No se preocupe. Solo agua de la canilla, no hace para mí la
diferencia. – Dijo desde el living la voz del extraño. Ipsis volvió a guardar
la jarra (el agua mineral es algo caro en Himburgo) y fue hacía la canilla del
lavamanos.
Entonces escuchó con
toda claridad el sonido de la video casetera extrayendo un VHS. La nueva Yanso
HD 2000 emitía un pitido gracioso cuando se sacaba un casete. Era casi la única
diferencia entre la HD 2000 y cualquier otra de su tipo en el mercado. A la
Dracida se le puso la piel de gallina y con mucho aplomó tomó una cuchilla de
cocina de la cajonera a la altura de si vientre. Fue entonces que vio un punto
colorado, perfectamente redondo y pequeño surcar los azulejos de la pared a su
dirección.
Los oídos se
conmovieron por el estruendo. La bala le perforó el hombro de inmediato e hizo
añicos la cafetera sobre la mesada. La sangre aterrizo sobre el lava manos y la
pared. Herida logró arrojarse al suelo. Otro disparo derribó el especiero y los
frascos cayeron haciendo gran estruendo. Ipsis tuvo que decidir entre correr o
enfrentarlo. No estaba armada, a no ser por la cuchilla. Sus posibilidades de
éxito no eran demasiadas habiendo sido tomada por sorpresa.
Corrió hacia la puerta
de salida que tenía la estrecha cocina que daba al costado de la casa. Oyó los
pasos rápidos del hombre detrás de ella. Cuando saltó por la puerta,
empujándola con su hombro sano otros tres disparos quebraron los cristales de
la misma. Pedazos pequeños de vidrió le golpearon en la mejilla.
Afuera la luz del sol
le daño los ojos por un instante. Ya en el jardín su plan era abalanzarse sobre
el auto y salir pitando de allí. Pero el Ford estaba en manos de Darril, ahora de camino a lo de su suegra. Fue la
primera vez que se arrepintió de no acompañarlo. Corriendo y sangrando Ipsis
llegó hasta la acera. Una camioneta Toyota llegó desde la derecha a toda
velocidad bloqueándole el paso. De ella emergió un hombre de gran tamaño con
lentes oscuros refractarios, camperon de cuero y pelo oscuro peinado hacia
atrás con gomina. Vestía botas de caña alta y llevaba una escopeta que sin
dudas le volaría los sesos en un segundo. Ipsis se detuvo frente a él, tuvo el
regular escalofrió. El hombre de facciones duras y labios finos cargó la
itaca y apuntó. Si escuchas el disparo es porque seguís viva…pensó. Y lo escuchó
ella y todo el vecindario.
La escopeta vomitó su
carga de perdigones, el cartucho salió volando por detrás del hombro del tirador
y destrozó el costado del cura detrás de ella. El párroco cayó producto del
impacto y se golpeó la cabeza contra la puerta. El hombre volvió a cargar y
disparó sin dudarlo. Esta vez le dio en la rodilla y el perseguidor de Ipsis se
ladeó hacia la izquierda, buscando cobertura dentro de la casa.
-
Hermana…- Dijo el hombre en tono amable.
Se corrió para que Ipsis pudiera ingresar en la Toyota. Ipsis por poco y se
lanza de cabeza.
Desde el marco de la
puerta surgieron más disparos, pasaron lejos. El sujeto de la escopeta ingresó
en la cabina de la Toyota con aires de triunfo. Tenía una sonrisa mucho más
sincera que la del otro sujeto. Cerró la puerta y se marchó a toda velocidad
por Garret Street con Ipsis herida en el asiento de acompañante.
- –
Recargue. Dijo con una frialdad y
amabilidad que Ipsis reconocía. Era un Dracida.
–
– ¿Que no ve que me falta un hombro?
– ¿Que no ve que me falta un hombro?
- –Lo siento...es la costumbre.Mi nombre es Karl Godson. Trabajó para
Liavenna Enarmarr. En la parte de atrás tengo un Kit de auxilio. – Extendió su
largo brazo y le alcanzó la pequeña caja anaranjada. – Si tiene problemas yo la
atiendo.
Profundamente herida en
su orgullo de Dracida con más de mil quinientos años de vida y habiéndose
reducida a correr de un cura Ipsis estalló de furia. - ¡Mire Macho man yo no necesito…!
-
–Sra.
-
–Que ninguna bola de esteroides venga a decir…
-
–
Sra…
-
–¡QUE!
-
–
Soy Médico.